Sueño, pesadilla y realidad: Santo Domingo
Omar Rancier
Hay una cita sobre la ciudad que me parece evocadora en estos 524 años de Santo Domingo, si consideramos la fundación en 1498. Es de Joseph Rykwert en su libro “La Idea de la Ciudad”:
“Pero la verdad es que las ciudades no se parecen a ningún fenómeno natural, porque son creaciones artificiales, aunque de un género curioso, integradas por elementos debidos tanto a la voluntad consciente como al azar y controlados imperfectamente. Si hemos de referirnos a la fisiología, a lo que más se parecerá una ciudad será a un sueño.”
Santo Domingo tiene todos los componentes para cumplir con esa apreciación de Rykwert porque contiene todas las clases de sueños, desde el sueño encantador hasta la más aterradora pesadilla.
Ciudad caribeña, se recuesta, más somnolienta que despabilada, en el recodo del Ozama con el Mar de los Indios Caribes. Fundada en la orilla este del caudaloso rio un domingo de agosto hace más de quinientos años, es movilizada tempranamente hacia la ribera occidental en los terrenos, más comunicados con el hinterland de la factoría que comienzan a montar los Colones, de la aldea de la cacica Ozama. El padre Vicente Rubio habla de los amores de la cacica con Miguel Díaz de Aux, como el romance fundacional que produjo, además, el primer mestizo de las nuevas tierras, ya que en ese entonces América no era aún América. Aquí inician los sueños.
Ciudad Primada, Atenas del Nuevo Mundo, la Ciudad del Ozama; los nombres resuenan entre los sueños de grandeza hispánica y las pesadillas del exterminio de los indios y la esclavitud de los negros. Los sueños fueron esculpidos a lo largo de tres siglos en muros de piedra de cantería y tapia, convertidos en una magnífica arquitectura y en una ciudad renacentista con calles trazadas a escuadra que competían con las calles de Florencia, haciendo realidad la febril visión de Geraldini.
Ciudad de Ovando o de Colón -Diego- construida por alarifes, militares canteros y de indios defenestrados, su claridad urbana la torna referente para las nuevas ciudades del recién estrenado continente. En ella los sueños se materializan en el espectáculo de la Catedral de Santo Domingo, cabalgando entre el gótico tardío o de los Reyes Católicos y el cuattrocento renacentista, la robusta Fortaleza de Santo Domingo, conocida como la Fortaleza Ozama, el dramático Palacio de las Casas Reales, bello siamés arquitectónico que remata magistralmente la calle de Las Damas, la más vieja del continente. Los conventos, los Dominicos al sur y los Franciscanos al norte, como buen ejemplo de la Civitas Dei de San Agustín.
La plaza mayor, ese espacio mágico y sus réplicas, el parque Duarte, la plazoleta Padre Billini, la plazoleta del Carmen y otros pulmones, le dan espacio, verde y aire a la “zona”. Sueños hechos piedra también son las iglesias, de los Dominicos, Regina, del Carmen al sur y las Mercedes, La Altagracia, al lado de las ruinas del primer hospital de América al norte y las lejanas y las casi olvidadas de San Lázaro, San Miguel, San Antón y Santa Bárbara, templos de canteros, albañiles y marineros relegados al nordeste.
Sueños son también, las universidades, las primeras, la Santo Tomás de Aquino de los Dominicos y el bellísimo colegio Gorjón, una de mis edificaciones preferidas en la Ciudad Colonial, mal coronada con un tejado gris que desentona. Y todas esas casas, de Ovando, el Cordón, de Tostado, de Rodrigo de Bastidas, con sus patios, miradores inventados y ventanas góticas geminadas.
Esa primera ciudad se construyó para luego ser abandonada a su suerte y arrastrada a las primeras pesadillas de la pobreza urbana.
Sin embargo a partir de esos sueños y pesadillas, Santo Domingo renació como una ciudad viva con una arquitectura moderna excepcional que recoge desde las obras del ingeniero de caminos puertorriqueño Benigno Trueba: edificios Cerame, Baquero, Diez, Olalla; hasta la primera obra moderna dominicana, el Copello, diseño de Guillermo González; hasta la joya Art Deco del edificio Plavime de José Antonio Caro y Leo Pou Ricart, que con otros edificios fundamentales de la modernidad dominicana, se engarzan como joyas en el paseo de la Calle El Conde.
Luego vienen los ensanches: Ciudad Nueva y Gascue, hacia el oeste, la conurbación con el poblado isleño de San Carlos al norte y las villas, Villa Francisca, Villa Consuelo y Villa Juana.
El malecón le pone una ventana hacia el mar a la ciudad y la perfila como una ciudad “moderna” civitas diaboli, la ciudad de Trujillo.
Hasta la década de 1960 la ciudad estaba contenida entre los ríos y las villas. A la muerte de Trujillo se inicia la explosión urbana que caracterizará la ciudad hasta hoy. Más pesadilla que sueño, con una revolución que no fue a sus espaldas y la falta de gestión urbana efectiva, Santo Domingo es hoy una metrópolis que se canta y que se llora; donde sus mejores recursos no son aprovechados, donde la ciudad histórica la da paso a la ciudad histérica, pobre y orgullosa que se agazapa a orillas del Ozama; donde se comparten las precariedades de Gualey, la Ciénaga y Los Guandules con el american dream del Polígono Central convirtiéndola en una ciudad paleo-tecnológica en la que viven y mal viven, sueñan y desesperan casi cuatro millones de almas en una realidad cotidiana congestionada de autos que se comen la ciudad.
Con toda esa historia y ese lastre administrativo, la ciudad de Santo Domingo sigue oteando el futuro mirando hacia el Mar de los Indios Caribes, esperando, no se sabe si una mejor suerte o un huracán que limpie el rio. Santo Domingo, a pesar, o quizás, por todo eso, es una ciudad que se piensa así misma como la ciudad que debe ser, la que sueño siempre, la que me desespera a diario.